sábado, noviembre 25, 2006

¡Siempre Gioconda!


La pobre se pasea por las noticias, y llega a las aulas!...[1]

Algunas veces los docentes podemos afirmar con mayor seguridad que cada grupo tiene su personalidad. Especialmente si, como en el caso al que voy a referirme, el grupo plantea cada día un desafío a la creatividad... y a la paciencia! Algunas de las tareas más participativas y originales que apliqué surgieron de la necesidad de mantener a este grupo motivado y activo, tratando de aprovechar al máximo su energía y de canalizar positivamente su hiperactividad.
Una de esas mañanas, en mitad de una clase, uno de los chicos más inteligentes y sagaces lanzó la siguiente “bomba”:
_¡Profesora!...¿es verdad que la Mona Lisa era mogólica?
La pregunta venía cargada de malicia. El alumno que la formuló me miraba con picardía, como esperando y buscando una reacción de mi parte. Y si bien el resto del grupo no estaba precisamente en silencio, la pregunta explotó casi como una afirmación desafiante.
No podía eludir el reto. Me tomé unos instantes calmando al resto de los chicos mientras elaboraba una respuesta. Una vez que pregunté de dónde había tomado el dato, alcancé a decir que, si bien la información podía haber estado en una diario, era necesario ser prudentes y analizar detalladamente dicha información, ya que era un dato demasiado agresivo y pesado como para tomarlo en forma ligera. Me pareció que la respuesta no era suficiente: el alumno la escuchó, pero no dio demasiado crédito a mi afirmación. Me dio la sensación de que él ya había tomado posición, y ésta era favorable a creer la noticia que había formulado como pregunta.
Por supuesto no quedé satisfecha. Habíamos estado tratando el tema del realismo, en dibujo y en pintura, y para ejemplificar su aplicación en la Historia del Arte había mostrado diapositivas con ejemplos de pinturas del Renacimiento (por supuesto, de Leonardo y La Gioconda o Mona Lisa, de Rafael, de Miguel Ángel), del Barroco (con obras de Caravaggio) y del Realismo (con obras de Corot y de Millet). Como pasa casi siempre, en cuanto muestro una reproducción de La Gioconda, surgen las preguntas inevitables del estilo de: ¿Por qué es tan famosa La Gioconda? ¿Qué tiene de particular su sonrisa? ¿Es cierto que el modelo era en realidad un hombre? ¿Es verdad que una vez fue robada? Etc., etc., etc.
Lo cierto es que La , retrato de Lisa Guerardini, la esposa de un comerciante florentino llamado Francesco del Giocondo, ha dejado a estas alturas de ser un retrato para transformarse en un personaje, El dato respecto a la identidad de la retratada no está confirmado, según dicen en el Louvre,[2] y este hueco en la información alimenta la fantasía. Tanta es su fama que es como si hubiese cobrado vida independiente respecto de su autor, de su modelo o de su comitente[3]. Es tal vez la obra más visitada del Museo del Louvre, lugar en donde miles de personas la contemplan año tras año. Como pasa con tantos personajes cargados de leyenda, son más importantes las anécdotas que se cuentan sobre ella que los datos serios y confiables. Y si las afirmaciones son muy disparatadas, allí está la “ciencia” para servir de paraguas para la credibilidad.
Como pasa muchas veces, la casualidad hace que nos topemos con una ayuda inesperada. La mayoría de los docentes compartimos distintos grupos de colegas en diferentes colegios, y estos grupos se transforman a veces en verdaderas reuniones de intercambio: de opiniones, de quejas, pero también de experiencias y materiales valiosos. En efecto, un colega que dicta Historia y Cívica, sabiendo que mi especialidad es el arte, me mostró un día unos artículos periodísticos con los cuales estaba trabajando y que ¡oh casualidad!, estaban referidos a La Gioconda. Y ¡oh, casualidad! por 2ª vez, uno de los artículos hablaba justamente, entre otras “maravillas”, de que según un estudio médico la Mona Lisa ¡era mogólica! Ahí estaba la culpable del desconcierto en la clase.
En otro trabajo ya he mencionado lo llamativo que resulta la repetición en los diarios de los artículos periodísticos que aluden a la Mona Lisa, o a Leonardo, o a Miguel Ángel, etc., Pero ver juntos esos tres artículos, más uno que yo ya poseía, referidos al mismo tema, era una verdadera exageración. La situación merecía un análisis más abarcador que incluyera la cuestión del manejo de la información, y no solamente el asunto de la Mona Lisa. Veamos a los culpables de más cerca:
· El primero de los artículos se titula ¿Qué tendrá la Mona Lisa? y había sido publicado por el diario Clarín[4]. Se trata de una serie de estudios “científicos” que llegan a conclusiones lapidarias: la dama del cuadro padecía de atrofia de la mitad derecha de su cuerpo, era una deficiente mental, era una mogólica.
· En el segundo artículo, titulado No se puede creer en nadie[5], se explican las razones de por qué La Gioconda no muestra los dientes: la mujer que inspiró a Leonardo tenía sífilis y los dientes estragados.
· En el tercero, titulado El color de La Gioconda encendió otra vez la polémica[6], el nivel de la información merece un poco más de consideración: la controversia está referida a la conveniencia de restaurar o no la obra.
· En el cuarto artículo, que se titula La sonrisa multiplicada de La Gioconda[7], un artista plástico realiza un trabajo muy erudito sobre las razones de la seducción que, según él, la figura ejerce, atribuyendo a la plasmación plástica de la obra las claves del éxito y la permanencia en el gusto del público.
Es una lástima que entre los dos primeros artículos y el último haya tan abismal distancia en cuanto al nivel del tratamiento de la información o el análisis. En aquéllos la noticia está tratada con morbosidad y sensacionalismo. En el cuarto, el nivel de erudición puede hacer que el lector medio lo rechace por poco comprensible. Acerquémonos un poco a cada uno de los artículos:
· Tanto en el primero como en el segundo artículos, en medio de hipótesis familiares (“el hechizo inquietante”, “el encuentro entre lo angelical y lo demoníaco”, “el enigmático mundo del erotismo femenino”, etc, etc. ) aparecen las no tan poéticas teorías de algunos científicos. La información podría sintetizarse como se ve en el siguiente cuadro:
“¿Qué tendrá la Mona Lisa?”
· 1961: el fotógrafo londinense Léo Vala:
· 1975: el médico danés Finn Be-cker Christiansen:
· 1990: según la revista L´evene-ment du jeudi: un equipo Inter.-disciplinario dijo que:
· Jean-Jacques Comtet (experto en microcirugía) y Henri Gréppo (especialista en vertebroterapia) concluyeron que:

dice que la Mona Lisa era mogólica.
habla de parálisis facial. La modelo era deficiente mental.
la dama del cuadro era hemipléjica.

tiene una mano más corta que la otra. Padecía de una atrofia de la mitad derecha de su cuerpo
“No se puede creer en nadie.”
En la revista francesa Sciencie & Avenir tres paleontólogos italianos, entre ellos, Francesco d´Errico:
analizaron los restos de Isabel de Aragón (quizá la verdadera Mona Lisa). En sus dientes se halló restos de mercurio. En el siglo XV se lo utilizaba para combatir la sífilis.
La mujer que inspiró a Leonardo tenía sífilis y los dientes estragados.
Es interesante observar también de qué manera están diagramadas las páginas que contienen los artículos, ya que revelan aspectos sustanciales del manejo significativo de determinados elementos visuales y gráficos, (el nivel iconográfico). Por ejemplo:
· En el artículo No se puede creer en nadie, a la imagen del cuadro (en tamaño mayor) se le incorporan dos ilustraciones complementarias pero de significación distinta: la imagen de la izquierda corresponde, aparentemente, a uno de los retratos de Isabel de Aragón, de gran parecido con el rostro de La Gioconda. La imagen de la derecha es un plano detalle de un juego muy deteriorado de dientes. Se supone que pertenecen a la misma Isabel de Aragón, pero no podemos saberlo con certeza. Lo que agrega impacto por medio de la tergiversación y la manipulación de los datos, es el epígrafe del grupo de fotos:
“Puede que la Gioconda tuviera los dientes arruinados.”
El conjunto de fotos forma un grupo compacto. Y el texto cumple la función de “anclaje”, es decir, nos explica de qué manera debemos leer la imagen: los dientes “arruinados” son los de La Gioconda. La manipulación se manifiesta por la contradicción entre el cuerpo principal del artículo y el epígrafe del grupo de fotos: mientras en el desarrollo de la información se habla todo el tiempo de Isabel de Aragón, en el epígrafe la información se traslada a La Gioconda: allí es ella quien supuestamente tiene los dientes arruinados. Esto está reforzado por el texto de la bajada del título, que dice:
POR QUÉ LA GIOCONDA NO MUESTRA LOS DIENTES
· En el artículo El color de “La Gioconda” encendió otra vez la polémica, la manipulación pasa por las imágenes: hay dos imágenes que reproducen el cuadro, algo así como el “antes” y “después”. Se supone que la imagen de la derecha (la de “después”) pertenece a “un estudio que muestra cómo se podrían recuperar los tonos originales”, cuando en realidad podría ser una fotografía retocada mecánicamente. Tampoco se ejemplifica cómo podría quedar la obra si en lugar de restaurarse se arruinara definitivamente. En algún sentido se pone de manifiesto una posición favorable respecto de la restauración: la obra se vería mejor con los colores recuperados.
Cuando mis alumnos leyeron los artículos, organizados en pequeños grupos, debieron analizar no solamente la información que contienen las noticias sino que trataron de establecer relaciones, compararon las notas entre sí y sacaron conclusiones. Las preguntas que, a mi entender, fueron la clave del análisis, especialmente con relación a los estudios “científicos” sobre las posibles enfermedades o malformaciones de La Gioconda, fueron las siguientes:
1. Enumera las conclusiones “científicas” que menciona el artículo sobre la Mona Lisa. (Se refiere al artículo ¿Qué tendrá la Mona Lisa?
2. ¿Qué imaginas que dirían los científicos de la mujer (Nusch Éluard) retratada por Pablo Picasso?
3. ¿Qué conclusiones puedes extraer relacionando las preguntas 1 y 2?
Los chicos finalmente pudieron realizar una lectura crítica: la descripción de tantas calamidades atribuidas a la pobre Gioconda era tragicómica. Pero lo que podía llegar a desorientar era el marco supuestamente científico dentro del que las afirmaciones se ubicaban. Por reducción al absurdo y observando el retrato realizado por Picasso, era posible atribuir a la modelo (Nusch Éluard, la esposa del poeta Paul Éluard[8] toda clase de problemas físicos y/o mentales: ojos desviados, cara atrofiada, estrafalaria en el vestir, cara manchada quién sabe por qué extraña enfermedad, mirada extraviada, síntoma de quién sabe qué patología, etc. El debate y los comentarios que se produjeron fueron realmente divertidos, pero sobre todo, ayudaron a pensar y a leer críticamente.
La pobre Gioconda es periódicamente vapuleada, pero también lo es el cubismo o las figuras de Picasso. Sin embargo ningún científico se preguntó nunca qué problemas pudieran tener las Señoritas de Avignon, la señorita Dora Maar o la señorita Marie Thérese, todos retratos o figuras realizados por Picasso.

Retrato de Nush Eluárd. Pablo Picasso







Retrato de Dora Maar.
Respecto del cubismo, Georges Braque dijo en 1908:
Yo no podría retratar a una mujer con todo su encanto natural. Carezco de esa habilidad. Nadie la posee. Debo, por consiguiente, crear un nuevo tipo de belleza que se me aparece en términos de volumen, línea, masa, peso; y debo a través de esa belleza interpretar mi impresión subjetiva. Deseo exponer lo Absoluto y no meramente la mujer ficticia.[9]
¿Cuántos habrán “comprado” esas noticias donde el arte está mezclado con la ciencia? ¿Cuántos creerán que están leyendo una nota “seria” porque están presentes ambos elementos?
Los chicos pudieron, con algo de esfuerzo, es verdad, reconocer lo que los grandes (al menos los que mencionan los artículos más sensacionalistas) no pudieron: cuando el artista crea, esa obra quizá tenga poco que ver con la realidad a la que alude. Cubista o renacentista (o realista), la obra de arte no es la persona, es algo distinto. Pretender confundir a ambas es hacer trampa, con supuestos estudios científicos transformados en falsas noticias.
Maria Rosa Diaz. 2005

[1] Publicado en la revista Aula Abierta, N° 85, 1999.
[2] Diario Clarín, lunes 31 de agosto de 1998 (recuadro: ¿Quién era la Mona Lisa?).
[3] De “cometer”: encargar, encomendar. Diccionario Sopena.
[4] Diario Clarín, 17 de noviembre de 1991.
[5] Diario Página 12 (no hay fecha).
[6] Diario Clarín, lunes 31 de agosto de 1998.
[7] Revista La Maga, miércoles 22 de abril de 1992.
[8] Paul Éluard: poeta francés (1895-1952), uno de los fundadores del Surrealismo.
[9] Rudolph Arnheim, Nuevos ensayos sobre psicología del arte. Edit. Alianza Forma.

lunes, noviembre 13, 2006

Los pájaros de LEONARDO®


Leonardo da Vinci

En la mañana soleada la ciudad está llena de risas y colores. Es día de feria. Un grupo de jóvenes camina compartiendo alegría por la plaza del mercado. Inesperadamente, uno de los jóvenes se separa del grupo y se acerca a un anciano pajarero. Se detiene. Su mirada se posa sobre un par de aves encerradas en una pequeña jaula.
_Quiero llevarme éstos, buen hombre. ¿Cuánto le debo?
Y se aleja con su tesoro. Sus compañeros ríen con el sorpresivo gesto del joven. Pero las sorpresas no terminan. Luego de caminar unos pasos, sin dejar de mirar a las prisioneras, el joven levanta la pequeña jaula, abre su puerta y contempla el feliz escape. Las aves vuelan hacia el cielo, y el joven las observa mientras se alejan. Su mirada sueña... ¡Quién pudiera algún día volar como ellas!...
Los pájaros cuentan demasiado en la vida y obra de , al punto que algunos estudiosos vieron en una de sus obras, la “Virgen con Santa Ana y el Niño”, la presencia reveladora de un ave con la que se podía llegar a justificar la personalidad de su autor. En su trabajo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci[2] el psicoanalista vienés Sigmund Freud vuelca las conclusiones de su análisis, tanto de esa como de otras obras del pintor, así como de una serie de notas realizadas por el mismo. En las notas de Leonardo, encuentra el siguiente párrafo que le llama la atención:
“Escribir de modo tan claro sobre el buitre parece ser mi destino, porque entre mis primeros recuerdos infantiles creo recordar que mientras estaba acostado en la cuna un buitre se me acercó, me abrió la boca con su cola y me golpeó muchas veces con su cola dentro de mis labios”.
Comparando este relato con el de sus pacientes, Freud concluyó que el relato pertenecía casi con seguridad a una fantasía, más que a un hecho real. Una fantasía que pertenece al deseo común entre los homosexuales pasivos transponiendo a la esfera sexual adulta una experiencia de la infancia. Según Freud, Leonardo sustituyó en su fantasía el pecho de su madre por la figura del buitre. Poco tiempo después de la primera publicación del trabajo de Freud, un discípulo suyo, Oskar Pfister, descubrió en el cuadro de Santa Ana, la Virgen y el Niño que se encuentra en el Louvre, la forma escondida de un buitre en el manto de María cubriendo sus piernas y rodeando sus caderas. Sobre su brazo, el manto simula ser la cola del ave, que con uno de sus extremos toca la boca del Niño Jesús (ver ilustración).
La figura del buitre es tal vez la clave del análisis de Freud para, junto con algunos otros elementos de refuerzo, construir su teoría psicoanalítica de la personalidad de Leonardo.
Pero... ¿y si Freud se hubiera confundido? ¿Y si en lugar del buitre fuera otra ave en el relato fantasía de Leonardo?
¿Por qué es tan importante en el análisis de Freud la figura del buitre?
El teórico del arte Meyer Schapiro[1] analiza de manera crítica el trabajo de Freud, y las observaciones y aportes que realiza son realmente enriquecedores.

La diosa Mutt.
Respecto de la importancia de la figura del buitre nos dice el teórico que Freud encontró que en la escritura egipcia el jeroglífico para “madre” es un buitre, y que la diosa Mut que tiene cabeza de buitre es representada a veces con un falo. Hay un gran parecido entre Mut y “mutter” (madre, en alemán), y Freud pensó que esto no era algo accidental. Leonardo y los italianos del conocían las ideas egipcias a través de un autor helenístico, Horapollo, pero también conocían la creencia mantenida por egipcios, griegos y romanos de que el buitre fue concebido a través del viento y por lo mismo asociada también por los Padres de la Iglesia, como San Agustín, a la virginidad de María, fecundada por el Espíritu Santo. Cuando el discípulo de Freud, Pfister, descubrió la forma de un supuesto buitre en el manto de María, sintió que toda su teoría se confirmaba.
“La clave de todos los logros y desgracias de Leonardo se encuentra oculta en la fantasía infantil del buitre”, dice Freud.
Pero el método de Freud era demasiado arriesgado, los huecos en la historia de Leonardo eran muy grandes, y la construcción podía transformarse en una mera ficción[2].
Un estudiante inglés del arte del Renacimiento, Eric Maclagan, señaló que Freud había interpretado erróneamente el significado de las palabras de Leonardo, porque se había basado en una traducción alemana. Que el ave que el pintor recordaba en su fantasía no era un buitre sino un milano (en italiano nibbio), un pájaro muy diferente al buitre, tanto por sus características como por su simbología. Y si bien las observaciones psicoanalíticas pueden ser acertadas ya sea que se trate de un milano como de un buitre, es fundamental por qué Leonardo menciona en forma tan particular al milano.
El vuelo del milano.
En el reverso de una hoja de su cuaderno de notas Leonardo anota varias observaciones sobre el vuelo de los pájaros. Si bien menciona a muchas aves, el milano es la que con mayor frecuencia aparece, porque según él es el ave en la que mejor pueden observarse los mecanismos del vuelo. En especial los movimientos de la cola tienen características particulares que los hacen apropiados para diseñar una máquina voladora. Y ya se conoce el afán de Leonardo por la invención. Dice el pintor-inventor en un fragmento de sus notas:
“Son muchas las veces que el ave golpea la punta de su cola para dirigirse, y en esta acción las alas se utilizan a veces muy poco, a veces nada en absoluto.
En la cola del milano se da el golpe de aire que presiona con furia y cierra así el vacío que el movimiento del ave deja tras de sí, sucediendo esto a cada lado del vacío así creado”.
Esta idea respecto de la particularidad del milano, Leonardo la había tomado de Plinio[3], a quien cita en varias oportunidades, quien había escrito:
“Parece que los movimientos de la cola de esta ave enseñaron el arte de navegar, demostrando la naturaleza en el cielo lo que en la profundidad requería”.
Y también Valeriano, otro estudioso del Renacimiento, en su capítulo sobre el milano dice:
“El milano es el símbolo del arte de navegar....El ejemplo del milano enseñó a los hombres cómo dirigir los barcos; el timón se deriva de la cola del milano”.
Dice Valeriano que el milano es un emblema para el piloto, y si Leonardo lo eligió como el ave de su destino seguramente tiene una mayor relación con un problema técnico científico de lo que Freud supuso[4].
Pero todavía quedan elementos para observar de la mano (o de la pluma) del teórico Meyer Schapiro.
Leyendas de predestinación.
No es poco importante que Leonardo haya situado su recuerdo (o su fantasía) en la infancia, así como tampoco la asociación del milano con su boca infantil. Muchas leyendas y mitos desde la antigüedad ligan la idea de un destino extraordinario con la del contacto de determinados animales con la boca del predestinado o del genio. Cicerón en su libro “Sobre la adivinación” cuenta que cuando Midas, rey de Frigia, era niño “las hormigas le llenaron la boca con granos de trigo mientras dormía”. De esta manera se anuncia el destino afortunado en riquezas de este famoso rey, destino luego cumplido. También habla de Platón, quien mientras dormía en su cuna siendo niño las abejas se posaron en sus labios. Según se interpretó, tendría en el futuro una dulzura extraordinaria en su habla. Estos textos eran muy conocidos en la época de Leonardo ya que un escritor romano, Valerio Máximo, los había copiado del texto de Cicerón. Plinio había escrito también que
“un ruiseñor se había posado en la boca del niño dormido Estesícoro convirtiéndolo en un gran poeta lírico”,
y según Pausanias:
“el joven Píndaro se quedó dormido con el calor del mediodía y las abejas que pasaron volando sobre él, depositaron cera en sus labios dotándole con el don de la canción”.
Todas las leyendas coinciden en la importancia dada a la boca o los labios como lugar no sólo del habla sino de la respiración y del espíritu. También entre los cristianos aparece una creencia similar. En la Leyenda dorada que Santiago de la Vorágine escribe sobre la vida de San Ambrosio, por otra parte muy popular durante el Renacimiento, se cuenta que mientras Ambrosio estaba acostado en su cuna, un enjambre de abejas se metió en su boca y luego se alejó volando. El padre del niño, asustado, exclamó que si el niño vivía iba a ser con seguridad un hombre de grandes hazañas. San Ambrosio está considerado, junto con San Agustín, San Jerónimo y otros, como uno de los Padres de la Iglesia.
En todas estas historias legendarias y tradicionales, muy conocidas en la época de Leonardo, hay un gran parecido con el episodio del milano relatado por él. En todas se predice el futuro de un héroe a partir de un episodio de la infancia donde una pequeña criatura, por lo general un ave o una abeja, se posa sobre la boca del niño o entra en ella como presagio de futuros de grandeza. La boca por ser el lugar del habla, la respiración y el alimento, está relacionada simbólicamente con la inspiración poética, la sabiduría y la poesía. Pero Freud no tuvo en cuenta éstas y otras cuestiones que hubieran sido útiles para explicar las razones de la fantasía de Leonardo, volcadas en ese recuerdo infantil. Su análisis necesitaba particularmente la figura del buitre y de su simbología para poder justificar su teoría. Si hubiese atendido al interés investigativo de Leonardo hacia las aves, o prestado atención a las tradiciones ligadas al arte de adivinar el futuro de hombres extraordinarios, tal vez el cuadro de “Santa Ana, la Virgen y el Niño” habría sido “solamente” una maravillosa obra de arte.
La naturaleza y la gracia.

Santa Ana con la Virgen y el Niño. Museo del Louvre.
El cuadro de “Santa Ana, la Virgen y el Niño” reproduce la idea de la “gracia” que anima también otras obras de Leonardo, como por ejemplo Mona Lisa o La Virgen de las Rocas. La energía que fluye, las formas sinuosas, lo orgánico que se traduce en formas, se manifiestan en esta obra llena de ternura. Podemos coincidir con los que afirman que los rostros de Ana y María tal vez evocan en él el amor y la ternura de quienes fueron sus “dos madres”: Caterina, la humilde campesina que le dio la vida, y la esposa de su padre, que lo educó a su pedido porque ella no podía tener hijos. Tal vez por esa razón los rostros de ambas mujeres se ven igualmente jóvenes y amorosos.
En el cuadro esa energía vital aparece contenida, encauzada dentro de la pirámide cuya cúspide conforma la cabeza de Santa Ana. Los lados de dicha pirámide están determinados por las espaldas de ambas mujeres, y por el fuerte lado derecho conformado por una diagonal significativa: la dirección indicada por los rostros de los tres personajes. En la base, el cordero del sacrificio y los pies de las dos mujeres.
Las formas sinuosas se entrecruzan y dialogan: la curva que forma el cuerpo de María se entrelaza con la forma del cuerpo de su madre Santa Ana, y ambas figuras con sus actitudes y miradas se dirigen al Niño que las mira devolviendo el gesto. Leonardo ha debido forzar las posturas colocando a María en el regazo de su madre, pero las actitudes subrayan el gesto protector y el intercambio amoroso. Todo fluye y se mueve, nada es estático, como en la naturaleza que Leonardo observa y admira. Como el agua que desciende con la lluvia, se arremolina en los arroyos y sube luego transformada en vapores que el sol calienta, para reiniciar su ciclo. Como la vida, como el universo cuyo conocimiento pretende absorber a través de miles de notas y dibujos que vuelca en cuadernos de manera febril, apasionada y muchas veces caótica. Pero en ese cruce de ritmos delicados y vitales también hay lugar para el misterio de las sombras y lo oculto: las rocas enigmáticas del fondo (igual que en Mona Lisa y La Virgen de las rocas), las miradas sugestivas, los secretos de las sombras de mundos interiores. A diferencia de la mayoría de los pintores renacentistas, Leonardo no ubica sus escenas en lugares abiertos e iluminados. Sus cuadros con misterio donde contrastan luces y sombras se anticipan a los sugestivos cuadros de Rembrandt y los pintores tenebristas del barroco. Porque finalmente, Leonardo es Leonardo, complejo y contradictorio, pero libre, inquieto y curioso. El que quiere saberlo todo pero sin atarse a nada, libre para conocer, crear o inventar, como un verdadero humanista:

“...no se sentía obligado por lealtad hacia nadie, ni reconocía otro país natal que el de su propio genio”[1].

Esa libertad perseguida era quizá la que habitaba en cada pájaro que liberaba, la misma que tal vez vibra en el ave que quedó aprisionada entre los paños del regazo de María.
Como dice Kenneth Clark[2], Leonardo y sus obras son tan grandes y maravillosas que exigen una nueva interpretación con cada generación. Esta vez nos atrevemos con la nuestra.
MARÍA ROSA DÍAZ
"Mirar y ver: reflexiones sobre el arte". Editorial De los Cuatro Vientos. Buenos Aires. 2005
http://www.deloscuatrovientos.com.ar/libros/ensayos/diaz_maria.html
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Bibliografía:
  • Kenneth Clark: Leonardo da Vinci.
  • Meyer Schapiro: Estilo, artista y sociedad. Teoría y filosofía del arte.
  • Plinio: Historia natural.
  • Giorgio Vasari: Vida de los más célebres pintores, escultores y arquitectos.
  • Sigmund Freud: Psicoanálisis del arte (Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci).

[1] Kenneth Clark: op.cit.
[2] Kenneth Clark: op.cit.

[1] Meyer Schapiro: “Estilo, artista y sociedad. Teoría y filosofía del arte”.
[2] Meyer Schapiro nos dice en su obra que “Freud pudo contar con el silencio de laicos y miembros de su familia, así como de discípulos de confianza, para confesarles a estas personas serias que el libro sobre Leonardo da Vinci era una obra de ficción”. En la propia colección de cartas de Freud que su hijo realizó existen al menos dos que admiten el texto como tal obra.
[3] Plinio: Historia Natural.
[4] Meyer Schapiro: op.cit.

[1] Giorgio Vasari: “Vida de los más célebres pintores, escultores y arquitectos”.
[2] Sigmund Freud: “Psicoanálisis del arte”.



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viernes, noviembre 10, 2006

Restauraciones

RESTAURACIONES®[1]

El 28 de mayo de 1999 se presentó al público, luego de su restauración, el fresco que Leonardo da Vinci pintó en el refectorio de la iglesia de Santa María de las Gracias de Milán, La Última Cena. Como pasa tantas veces con las obras restauradas, apenas se hizo pública la “nueva” obra surgieron las controversias: expertos, amantes del arte y dilettantes realizaron observaciones sobre la manera en que la obra se efectuó, sobre los costos de los trabajos, o acerca de los cambios que resultaron al final. Pero las polémicas no siempre incluyen todos los aspectos que están involucrados en una restauración.

La última cena. Leonardo da Vinci. (Proceso de restauración)
 
Quien tuvo la buena fortuna de conocer el fresco que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina, quizá pudo apreciar dos momentos distintos en la historia de la obra: tal como se encontraba antes de ser restaurada y cómo se vio luego de la limpieza que se le realizara. Algunas de las apreciaciones que la obra pictórica de Miguel Ángel recibía iban dirigidas al manejo magistral del dibujo anatómico de las figuras, al desarrollo de los volúmenes, al interés particular por el diseño de escorzos, movimientos y expresiones. El manejo del color era algo que no entraba de manera significativa en la valoración de la bóveda sixtina. Sin embargo, la eliminación de tantas capas de grasa y polvo acumuladas durante siglos reveló un colorido sorprendente, diáfano, y mostró al mismo tiempo un interés nada desdeñable de Miguel Ángel por el color. Entonces se hizo necesario volver a mirar el fresco, revisar las apreciaciones y tomar en consideración esta “nueva” representación del Antiguo Testamento que vio la luz en 1989.
La restauración de la Última Cena de Leonardo da Vinci trajo polémicas todavía más duras, porque el deterioro de la obra y las restauraciones llevadas a cabo ya desde épocas cercanas a su realización, habían ido produciendo verdaderas modificaciones: tal como explicó Pinin Brambilla Barcillon directora del equipo de restauradores, “los rostros habían sido alargados, se colocaron ojos donde no los había”, etc.(diario La Nación de Buenos Aires, 27 de mayo de 1999). La restauración permitió que los colores cobraran vida: desaparecieron las manchas, se eliminaron restos y al mismo tiempo se volvió al diseño original creado por Leonardo. Sin embargo, ha perdido relevancia algo que caracterizó gran parte de las búsquedas de Leonardo en sus obras pictóricas, el uso paradigmático del sfumatto, esa técnica sutil que aplicaba logrando la blandura de las carnes y los suaves drapeados, como en la Gioconda. Los colores de la Última Cena se ven muy suaves pero bastante “planos”, como envueltos en un velo de niebla. Del soberbio esfumado quedan pocos rastros.
La cuestión que aquí se plantea es reflexionar sobre el verdadero y profundo sentido de una restauración. El afán de devolver a una obra el esplendor perdido puede tener su origen en distintos intereses: en una época de cambios tan drásticos desear que algo se mantenga, permanezca, es querer alejarse de la alienación por el temor que producen esos cambios. Es quizás una necesidad vital conservar lo que alguna vez fue hermoso pero que corre el peligro de desaparecer. Una obra bella, un edificio, una escultura, un fresco, nos permiten un respiro en la vorágine agresiva de los cambios que no siempre nos enriquecen y por el contrario nos llenan de zozobra.
Pero algunas veces el ansia por recobrar el brillo y la magnificencia perdidos de una obra nos impide disfrutar en esa obra recuperada la familiaridad de otrora. ¿Por qué si no tantas restauraciones suscitan tales críticas, de expertos o de sencillos amantes del arte? Una obra de arte que nace en un momento determinado no se cristaliza en el tiempo. Se va cargando de su propia historia, recorre lugares, cambia de dueños, se modifica por causas diversas, y los contemporáneos de cada uno de los distintos momentos van viviendo con ella esos cambios. A lo largo de esa historia la obra muchas veces se ve alterada y otras veces se mutila o es puesta en grave peligro. Otras veces, la obra queda oculta durante siglos y luego vuelve a salir a la luz. Pero cuando resurge ya no es la misma. Algo ha pasado para que sea vista de otra manera.

La Venus de Milo fue encontrada sin sus brazos. No es posible imaginar al artista griego realizando una escultura tan bella pero incompleta. Pero cuando en algún momento se decidió restaurarla, como se hizo con tantas obras griegas encontradas, no hubo manera de poder suplir la carencia. ¿Sería que, acostumbrados a reconocerla en esas formas, ninguna de las opciones resultaba satisfactoria? En épocas del esplendor de Atenas, los templos y las esculturas de mármol pentélico estaban cubiertos con brillantes colores. Si hoy se decidiera restaurar el Partenón no solamente levantando columnas y reubicando bajorrelieves sino repintando los mármoles de rojo, amarillo, azul, como estaban en su momento, ¿podríamos aceptarlo? ¿Seguiríamos considerando esas obras como “bellas”? Es claro que los criterios de belleza pudieron haber cambiado, pero al arte griego lo llamamos “clásico”. Con toda seguridad hoy no incluiríamos en esa categoría el uso de colores tan brillantes, que además resultarían vulgares o agresivos. Tal como comenta Ernst Gombrich (“Temas de nuestro tiempo”):Roma, la gran metrópoli, se había convertido en ruinas en la Edad Media, y los fragmentos ruinosos de la antigüedad se convirtieron en testigos silenciosos de un esplendor desvanecido: Cuan grande fue Roma una vez, se aprecia todavía en sus ruinas”. Si hoy algún país hiperdesarrollado adquiriera los derechos para restaurar completamente el foro romano, pero al mismo tiempo exigiera que se eliminaran todas las obras que enriquecieron Roma desde los etruscos, pasando por la época renacentista, o el esplendor barroco de Bernini, ¿se lo permitiríamos alegremente? ¿Sería la misma amada Roma si estuviera despojada de todo lo que la embelleció a lo largo de su historia?
Cuando pensamos qué difícil resulta aceptar una restauración tan radical es porque, entre otras muchas razones, deberíamos rectificar una imagen interna que tenemos de las obras o los lugares que conocemos. Esas obras se han ido modificando de manera más o menos gradual a lo largo del período de nuestra vida, un lapso relativamente corto para la vida de una obra de arte, pero durante el cual dicha imagen se fue conformando. Algo similar a lo que ocurre con nuestro propio cuerpo. Lentamente se va modificando con el paso del vivir y asumimos gradualmente esos cambios porque tienen el sello de nuestro transcurrir por la vida. Pero ¿cómo se sentirá un adulto que decide cambiar su rostro (por ejemplo, mediante la cirugía) por el de alguien cuarenta o cincuenta años más joven?
Quien visita hoy “La Gioconda” de Leonardo da Vinci en el Museo del Louvre se encuentra con el cuadro protegido detrás de un vidrio. A la larga serie de anécdotas que rodean la obra se suma aquella según la cual el cuadro había sido robado en el pasado. En aquella circunstancia se cuenta que el ladrón debió cortar la tela para separarla de su marco. Como consecuencia, al ser recuperada la obra y tener necesidad de re-emmarcarla la obra se redujo en tamaño. Si la historia es real y hoy se quisiera “recomponer” la pintura, ¿quién se animaría a completar lo que falta? En el mismo sentido, tampoco hay acuerdo sobre si conviene o no tratar de restaurar los colores originales que Leonardo aplicó, y que con el paso del tiempo se fueron ennegreciendo y perdiendo brillo (diario Clarín, de Buenos Aires, pág. 36, 31 de agosto de 1998). ¿Se trata de preservar lo que el paso del tiempo fue dejando, de volver a los colores originales que nosotros nunca conocimos, de evitar que la obra se pierda de manera definitiva?
En la capilla Brancacci de la Iglesia Santa María del Carmen, en Florencia, se encuentra una serie de frescos que los pintores Masolino y Masaccio ejecutaron en el siglo XV durante el Renacimiento. El joven Masaccio fue el encargado de pintar las figuras de Adán y Eva en el momento de la expulsión del Paraíso, mientras que su maestro Masolino pintó a la pareja del Edén en el instante previo, el de la tentación. Uno y otro utilizaron el modo de representación más acabado del arte del Renacimiento que comprendía, entre otras cosas, cuerpos perfectos y desnudos, armoniosos, bellos. Masaccio enriqueció su obra con el dramatismo que el momento representado requería por medio de gestos de dolor y desesperación, más un magistral sentido del volumen y la ubicación de los cuerpos en el espacio con el uso del claroscuro. Pero en épocas posteriores, alguien que consideró a las figuras desnudas poco adecuadas para una capilla, hizo agregar a las figuras de Adán y Eva pintadas por Masaccio unas pudorosas hojitas. Hace unos años (en 1984) el fresco de la capilla Brancacci fue restaurado. El visitante desprevenido acerca de la restauración efectuada, queda sorpresivamente cautivado por el brillo de los colores, la nitidez de las formas y las líneas, y decide que se ha realizado un trabajo que valió la pena: la obra revivió con una magia nueva y maravilla por su magnificencia, especialmente cuando descubre que las hojitas que cubrían las atrevidas desnudeces... ya no están! Y entonces puede llegar a sentir que recuperar obras que el tiempo y la historia envejecieron o estropearon no es algo tan censurable después de todo. Sin embargo, es posible que se mezclen la alegría por el descubrimiento de una obra maestra recuperada con la nostalgia por una historia perdida, la de aquella imagen interna que nos permitía reconocerla con las huellas de su propia historia.
Probablemente nunca podamos ponernos de acuerdo sobre si vale la pena restaurar una obra de arte, si es preferible dejarla como está antes de arruinarla completamente, si debe ser salvada a cualquier costo, si es válido volver al aspecto del momento primero, o si simplemente debe ser “limpiada”.
Tal vez debamos arriesgarnos con la esperanza de no perder completamente la memoria de la obra y poder a un tiempo disfrutar su belleza.

[1] Publicado en la revista Aula Abierta, N° 84, 1999.
http://www.deloscuatrovientos.com.ar/libros/ensayos/diaz_maria.html

jueves, noviembre 02, 2006

Bernini y las pasiones




Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), artista italiano, una de las figuras más sobresalientes del barroco.

La primera vez que visité Roma quise verlo todo: las iglesias, las fuentes, las estatuas, las pinturas, las ruinas... ¡todo! Pero tanta ansiedad no pudo ser satisfecha. Después me enteré que existe un fenómeno que se denomina el “síndrome de Stendhal”[1], una especie de intoxicación, de saciedad. Uno se satura de tantas cosas hermosas, y luego de un tiempo ya no percibe nada, se vuelve insensible. El novelista francés Stendhal estaba enamorado de Italia. De hecho había vivido en ese país durante siete años; escribió novelas ambientadas en ese país y varios libros de memorias de viajes. Se tomó su tiempo. No quiso apropiarse de tanta belleza de una sola vez.

En la segunda visita quise conocer las obras de Gian Lorenzo Bernini[2]. Y me enamoré.

Me transformé en una poseída que recorría las calles de Roma por lugares conocidos y visitados, y por lugares menos frecuentados, buscando las obras del maravilloso escultor: capillas, fuentes, monumentos fúnebres, plazas... Roma tiene el sello de Bernini. Y cuantas más obras veía de él, más me fascinaba.

Pero las que más me emocionaban y todavía me conmueven son las que relacionan en forma más directa la frialdad del mármol con la sensualidad de las pasiones humanas: el “Éxtasis de Santa Teresa”[3], el “Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni”[4], el “Rapto de Proserpina” y “Apolo y Dafne”[5]. Si lo que cautiva tantas veces en una obra de arte es algo inexplicable que la obra transmite, en el caso de éstas puede decirse que las obras “hablan”. Bernini logra que los mármoles perturben sugiriendo las mórbidas carnes, la delicadeza de un bordado, el frenesí de un gesto. No se nos escapa la circunstancia particular en que el artista realizó estas obras. La Iglesia de Roma estaba atravesando un momento muy crítico: luego de la Reforma Protestante que había dividido a la cristiandad en Europa, la Iglesia Católica Romana necesitaba dar un nuevo impulso que atrajera a los fieles para que el cisma no se generalizara. El arte de aquellos tiempos (siglos XVI y XVII), fue uno de los principales instrumentos que la Iglesia empleó para añadir magnificencia y grandiosidad a todo lo que se relacionaba con el culto católico: las esculturas, los monumentos fúnebres, los grupos alegóricos, pero también las plazas, las fuentes y los retratos solemnes. Obviamente las iglesias construidas en esa época eran un compendio del arte barroco: tanto el estilo constructivo como los monumentos, esculturas y decoración, creaban el ambiente que la Iglesia necesitaba para atraer y conmover a los fieles.
Éxtasis de la Beata Ludovia Albertoni. San Francesco a Ripa. Roma


Pero donde más se percibe la intención de apelar a los sentidos y las emociones es en los grupos escultóricos. Los conjuntos que muestran el éxtasis místico de las santas Ludovica Albertoni y Teresa aúnan el dramatismo y la emoción: en medio del arrebato de rostros y gestos, los paños se arremolinan con frenesí. Todo se convulsiona y parece vibrar. Sin embargo, a pesar del dinamismo de ambos conjuntos, hay un punto de vista privilegiado: están hechos para ser contemplados sólo de frente. Las obras se hallan “metidas” en una especie de nicho que les sirve de marco. Esto tiene relación con el lugar asignado a las obras: un altar lateral de la iglesia: Santa María de la Victoria, en el caso del “Éxtasis de Santa Teresa”, y San Francisco en Ripa en el caso del “Éxtasis de la Beata Ludovia Albertoni”.

Los otros grupos mencionados (el Rapto de Proserpina y Apolo y Dafne) no son obras de carácter religioso. Como en el Renacimiento, también se toma a personajes y temas de la mitología como inspiración. Los dos grupos se encuentran en la Galería Borghese, en Roma. También aquí está presente la típica teatralidad barroca que conmueve apelando a los sentidos. Pero al tratarse de temas y personajes mitológicos, el acento está puesto en lo sensual y no en lo místico. En el caso de Proserpina (Perséfone para los griegos), la figura femenina es exuberante, carnal. La mano masculina que la rapta (Hades, dios de los infiernos, Plutón para los romanos), se hunde en su carne mórbidamente.
El segundo grupo mitológico es el que más emociones evoca: se trata de la representación del mito de Apolo y Dafne[6]. Esta obra fue realizada por Bernini a la edad de 24 años, cuando su mecenas era el cardenal Scipione Borghese (sobrino del Papa Paulo V, Camillo Borghese), por eso se encuentra en el palacio homónimo, hoy Galería Borghese, en Roma.

Según cuenta Ovidio[7] en sus “Metamorfosis”, el pequeño Eros (al que los romanos llamaron Cupido), hijo de Afrodita (Venus), queriendo hacer una travesura, había herido a Apolo (a quien Ovidio llama Febo) con una de sus flechas para que se enamorara de la ninfa Dafne. Pero la flecha con que hirió a Dafne era de odio y rechazo hacia el joven dios. La flecha que hace brotar el amor tiene una punta de oro, aguda y brillante, la que lo ahuyenta, tiene plomo bajo la caña. Cuando Apolo comenzó a perseguirla, Dafne, loca de temor y desesperación apeló a la misericordia del dios de los ríos. Éste, conmovido, se apiadó de ella, y en el momento en el que Apolo la alcanzaba Dafne comenzó a convertirse en un árbol: el árbol del laurel. Con las hojas del laurel Apolo confeccionó una pequeña corona que desde entonces lo acompañó.

Las hojas del laurel que nunca dejan de ser verdes aunque estén secas, son el símbolo de la gloria eterna, por eso están presentes en algunos escudos. En los juegos olímpicos los griegos entregaban a los atletas vencedores también una corona de laureles, con el mismo sentido de homenaje. Actualmente, el rito de entregar una corona de laureles al triunfador, permanece todavía en las competencias de Fórmula 1. Con toda seguridad los deportistas tienen poca idea de lo que semejante entrega simboliza.

Lejos de las luces mundanas del universo deportivo-comercial, la Galería Borghese, en los jardines de la Villa del mismo nombre, nos ofrece un espacio más gratificante. Rodeados de obras de arte en un palacio pequeño pero lleno de encanto, olvidamos con placer lo superficial para imbuirnos de belleza.





Éxtasis de Santa Teresa. Iglesia de Santa Susana. Roma.



Nos acercamos al g
rupo escultórico: se encuentra solo, en medio de una sala que le sirve de marco, y en principio nos sentimos cómodos con su tamaño: las figuras no superan la altura media de una persona adulta. Si conocemos la historia resulta sencillo reconocer a los personajes y la circunstancia que muestra la escena.
Pero si además conocemos la obra (a través de reproducciones), el impacto que la presencia produce tiene la magia de un descubrimiento. Llegados al lugar nos ubicamos “delante” de la obra. ¿Qué significa “delante” cuando nos referimos a una obra exenta[8]? Podemos caminar a su alrededor, recorrerla buscando sus diferentes ángulos, pero con seguridad vamos a encontrar un punto privilegiado desde el que nos detendremos a contemplar el conjunto y los detalles. Y esto no es azaroso o subjetivo: el artista también ha pensado en un punto de vista particular desde el cual se organizará el grupo.

Así como para contemplar un paisaje hermoso seleccionamos de todos los puntos posibles el que nos parece más adecuado, también elegimos un lugar desde el
cual contemplaremos el grupo escultórico. No es una casualidad que el punto de vista elegido por el fotógrafo sea coincidente con otros y también con el nuestro: casi seguramente es el mismo elegido por Bernini. Una vez allí, nuestra mirada comienza un recorrido visual: si bien ambas figuras están en posición vertical y sorprendidas en medio del gesto de persecución y fuga, visualizamos una serie de ritmos y direcciones que conducen nuestra mirada añadiendo sentido a la escena representada (ver imagen).
La primera dirección que descubrimos, tal vez por ser la más dinámica, es la que parte de la mano de Apolo, continúa por su brazo, llega hasta su cabeza enlazada con la de Dafne y se comunica por los cabellos, brazos y manos casi transformados en ramas y hojas. Esa fuerte dirección diagonal imprime al conjunto el dinamismo necesario para sugerir la fuga pero también para añadir dramatismo a la escena. Casi paralelas a la misma diagonal son las piernas de ambos y el tronco del futuro árbol en que se convertirá la ninfa fugitiva. Todo el ritmo de la obra conduce la mirada hacia la cabeza vuelta de Dafne y sus cabellos, brazos y manos extendidos hacia el cielo.

Al mismo tiempo, podemos “leer” una figura oval, semejante a una mandorla[9] formada por los cuerpos de ambas figuras en dos curvas que se encuentran arriba (las cabezas casi juntas) y abajo (el pie de Dafne que se continúa en raíces y el pie de Apolo). Esta figura oval centraliza y da equilibrio al conjunto. Obviamente estas observaciones son claramente apreciables considerando ese punto de vista privilegiado al que hacíamos referencia en párrafos anteriores. En cuanto nos trasladamos, el esquema cambia. De hecho la ubicación original del grupo escultórico no era el centro sino que debía estar contra una pared. Esto refuerza la idea de un punto de vista frontal como el más importante. Algo similar a lo que ocurría con obras de Miguel Ángel (la Piedad, o el Moisés, por ejemplo). El teórico Erwin Panofsky[10] alude a una “restauración del principio de vista único” que se daría en el arte barroco, a diferencia del principio manierista de la escultura de puntos de vista múltiples. Y agrega que, en lugar de desear rodearlas, las obras tienden a ser contempladas como en el teatro: el punto de vista del espectador privilegiado.

Al observar una escena tan bellamente expresiva no podemos dejar de tener en cuenta la historia que relata: dos jóvenes hermosos que uno imagina hechos para amarse, están captados en el momento de la metamorfosis que los alejará para siempre. Tal vez ése sea el secreto: un amor frustrado conmueve más por la empatía que genera en nosotros. La pasión y el dolor no son sentimientos que se contradigan: muchas veces caminan juntos y otras tantas uno es causa del otro. Cuando Bernini elige ese momento para relatarnos el mito congela un instante del proceso de la transformación: Apolo ha alcanzado a Dafne, pero la ninfa ya ha comenzado a dejar de ser ella para mudar en otro ser. Ese cambio que está a mitad de camino nos permite apreciar lo que aún se percibe de su belleza. Su gesto fugitivo se ha transformado en un paso de danza doloroso y trágico. Apolo y Dafne. Galeria Borghese. Roma

Cuando en mis clases hago alusión al mito de Apolo y Dafne, es para referirme a la creación poética de los mitos griegos. Ya sea por medio del relato o de la lectura del episodio en la obra de Ovidio (la Metamorfosis), el auditorio juvenil se conmueve, especialmente cuando comprende cómo un pueblo pudo ser capaz de crear historias tan bellas como ésta para explicar el origen y el significado de una planta, que tiene la particularidad de permanecer siempre verde aún cuando ya no tiene vida.

El talento de Bernini logró dar al mármol sensualidad y que sus figuras conmovieran por su belleza. Si bien el arte barroco se diferencia del arte clásico del Renacimiento por la ausencia de estatismo, la falta de claridad, la abundancia de figuras, el dramatismo, la ausencia de simetrías, el predominio de direcciones diagonales (en lugar de horizontales y verticales) y el ritmo dinámico de las formas, hay elementos clásicos que permanecen y que, en algún sentido, indican la continuidad de una forma de representación: las figuras son naturalistas. La observación de la naturaleza y la interpretación de la misma por medio de la idealización, podemos apreciarla tanto en la perfección anatómica de los cuerpos como en el realismo de los drapeados, de las formas vegetales y en los movimientos. Hay todavía mucho clasicismo en el conjunto de Bernini: las figuras representadas son de una belleza ideal, tratadas y mostradas a la manera clásica, estilizadas, casi no humanas por su perfección. Algunos hasta podrían encontrarlos fríos, inexpresivos. El tratamiento pulido del mármol alcanza casi el efecto de una porcelana. Una textura similar tiene el rostro de la Virgen en La Piedad juvenil de Miguel Ángel (en la basílica de San Pedro, en el Vaticano). La inspiración de Bernini está ligada al helenismo, última etapa del arte griego al que pertenecen grupos como el del Toro Farnesio y el Laocoonte.

Pero cuando contemplamos una obra de arte, difícilmente podamos separar lo que la obra nos muestra de lo que conocemos de ella, de nuestra propia historia, o de la propia sensibilidad. Seguramente detenerse en el grupo de Apolo y Dafne implica además conocer la historia del mito trágico. De qué otra manera podría interpretarse el dolor unido a la belleza. No podemos eludir el hecho de que pertenecemos a una cultura donde el naturalismo goza de una aceptación fundamental. Pero el hecho estético que podemos experimentar frente a la obra suma a la seducción del realismo la emoción por los sentimientos que sugiere. Gozamos con su belleza y padecemos con su dolor.

Cuando Apolo vio a Dafne convertida en el árbol de laurel, la estrechó con sus manos. Y Ovidio pone en sus labios estas palabras:

“Ya que no puedes ser mi esposa, serás en verdad mi árbol: siempre mi cabellera, mis cítaras y mi carcaj se adornarán contigo. ¡Oh, laurel!, tú acompañarás a los capitanes del Lacio cuando los alegres cantos celebren el triunfo y el Capitolio vea los largos cortejos... Así como mi cabeza, cuyos largos cabellos jamás han sido cortados permanece joven, de la misma manera la tuya conservará siempre su follaje inalterable”.

El laurel se inclinó con sus ramas nuevas y pareció que inclinaba la copa como una cabeza”.



[1] Stendhal: novelista francés del siglo XIX (seudónimo del escritor Marie Henri Beyle).

[2] Bernini, Gian Lorenzo (1598-1680): escultor, pintor, arquitecto y escenógrafo italiano, el más representativo del barroco, en especial en esculturas y monumentos.

[3] Iglesia de Santa María de la Victoria. Roma.

[4] Iglesia de San Francisco en Ripa. Roma.

[5] Ambas obras están en la Galería Borghese. Roma.

[6] Apolo y Dafne. Gian Lorenzo Bernini. Galería Borghese. Roma.

[7] Poeta romano nacido en el 4 a.de C.

[8] Exento: libre, sin soportes. Con relación a la escultura, figura de “bulto”.

[9] “Mandorla”: figura en forma de óvalo que en el arte medieval rodeaba algunas imágenes. Almendra.

[10] Erwin Panofsky: “Estudios sobre iconología”.
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