viernes, noviembre 10, 2006

Restauraciones

RESTAURACIONES®[1]

El 28 de mayo de 1999 se presentó al público, luego de su restauración, el fresco que Leonardo da Vinci pintó en el refectorio de la iglesia de Santa María de las Gracias de Milán, La Última Cena. Como pasa tantas veces con las obras restauradas, apenas se hizo pública la “nueva” obra surgieron las controversias: expertos, amantes del arte y dilettantes realizaron observaciones sobre la manera en que la obra se efectuó, sobre los costos de los trabajos, o acerca de los cambios que resultaron al final. Pero las polémicas no siempre incluyen todos los aspectos que están involucrados en una restauración.

La última cena. Leonardo da Vinci. (Proceso de restauración)
 
Quien tuvo la buena fortuna de conocer el fresco que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina, quizá pudo apreciar dos momentos distintos en la historia de la obra: tal como se encontraba antes de ser restaurada y cómo se vio luego de la limpieza que se le realizara. Algunas de las apreciaciones que la obra pictórica de Miguel Ángel recibía iban dirigidas al manejo magistral del dibujo anatómico de las figuras, al desarrollo de los volúmenes, al interés particular por el diseño de escorzos, movimientos y expresiones. El manejo del color era algo que no entraba de manera significativa en la valoración de la bóveda sixtina. Sin embargo, la eliminación de tantas capas de grasa y polvo acumuladas durante siglos reveló un colorido sorprendente, diáfano, y mostró al mismo tiempo un interés nada desdeñable de Miguel Ángel por el color. Entonces se hizo necesario volver a mirar el fresco, revisar las apreciaciones y tomar en consideración esta “nueva” representación del Antiguo Testamento que vio la luz en 1989.
La restauración de la Última Cena de Leonardo da Vinci trajo polémicas todavía más duras, porque el deterioro de la obra y las restauraciones llevadas a cabo ya desde épocas cercanas a su realización, habían ido produciendo verdaderas modificaciones: tal como explicó Pinin Brambilla Barcillon directora del equipo de restauradores, “los rostros habían sido alargados, se colocaron ojos donde no los había”, etc.(diario La Nación de Buenos Aires, 27 de mayo de 1999). La restauración permitió que los colores cobraran vida: desaparecieron las manchas, se eliminaron restos y al mismo tiempo se volvió al diseño original creado por Leonardo. Sin embargo, ha perdido relevancia algo que caracterizó gran parte de las búsquedas de Leonardo en sus obras pictóricas, el uso paradigmático del sfumatto, esa técnica sutil que aplicaba logrando la blandura de las carnes y los suaves drapeados, como en la Gioconda. Los colores de la Última Cena se ven muy suaves pero bastante “planos”, como envueltos en un velo de niebla. Del soberbio esfumado quedan pocos rastros.
La cuestión que aquí se plantea es reflexionar sobre el verdadero y profundo sentido de una restauración. El afán de devolver a una obra el esplendor perdido puede tener su origen en distintos intereses: en una época de cambios tan drásticos desear que algo se mantenga, permanezca, es querer alejarse de la alienación por el temor que producen esos cambios. Es quizás una necesidad vital conservar lo que alguna vez fue hermoso pero que corre el peligro de desaparecer. Una obra bella, un edificio, una escultura, un fresco, nos permiten un respiro en la vorágine agresiva de los cambios que no siempre nos enriquecen y por el contrario nos llenan de zozobra.
Pero algunas veces el ansia por recobrar el brillo y la magnificencia perdidos de una obra nos impide disfrutar en esa obra recuperada la familiaridad de otrora. ¿Por qué si no tantas restauraciones suscitan tales críticas, de expertos o de sencillos amantes del arte? Una obra de arte que nace en un momento determinado no se cristaliza en el tiempo. Se va cargando de su propia historia, recorre lugares, cambia de dueños, se modifica por causas diversas, y los contemporáneos de cada uno de los distintos momentos van viviendo con ella esos cambios. A lo largo de esa historia la obra muchas veces se ve alterada y otras veces se mutila o es puesta en grave peligro. Otras veces, la obra queda oculta durante siglos y luego vuelve a salir a la luz. Pero cuando resurge ya no es la misma. Algo ha pasado para que sea vista de otra manera.

La Venus de Milo fue encontrada sin sus brazos. No es posible imaginar al artista griego realizando una escultura tan bella pero incompleta. Pero cuando en algún momento se decidió restaurarla, como se hizo con tantas obras griegas encontradas, no hubo manera de poder suplir la carencia. ¿Sería que, acostumbrados a reconocerla en esas formas, ninguna de las opciones resultaba satisfactoria? En épocas del esplendor de Atenas, los templos y las esculturas de mármol pentélico estaban cubiertos con brillantes colores. Si hoy se decidiera restaurar el Partenón no solamente levantando columnas y reubicando bajorrelieves sino repintando los mármoles de rojo, amarillo, azul, como estaban en su momento, ¿podríamos aceptarlo? ¿Seguiríamos considerando esas obras como “bellas”? Es claro que los criterios de belleza pudieron haber cambiado, pero al arte griego lo llamamos “clásico”. Con toda seguridad hoy no incluiríamos en esa categoría el uso de colores tan brillantes, que además resultarían vulgares o agresivos. Tal como comenta Ernst Gombrich (“Temas de nuestro tiempo”):Roma, la gran metrópoli, se había convertido en ruinas en la Edad Media, y los fragmentos ruinosos de la antigüedad se convirtieron en testigos silenciosos de un esplendor desvanecido: Cuan grande fue Roma una vez, se aprecia todavía en sus ruinas”. Si hoy algún país hiperdesarrollado adquiriera los derechos para restaurar completamente el foro romano, pero al mismo tiempo exigiera que se eliminaran todas las obras que enriquecieron Roma desde los etruscos, pasando por la época renacentista, o el esplendor barroco de Bernini, ¿se lo permitiríamos alegremente? ¿Sería la misma amada Roma si estuviera despojada de todo lo que la embelleció a lo largo de su historia?
Cuando pensamos qué difícil resulta aceptar una restauración tan radical es porque, entre otras muchas razones, deberíamos rectificar una imagen interna que tenemos de las obras o los lugares que conocemos. Esas obras se han ido modificando de manera más o menos gradual a lo largo del período de nuestra vida, un lapso relativamente corto para la vida de una obra de arte, pero durante el cual dicha imagen se fue conformando. Algo similar a lo que ocurre con nuestro propio cuerpo. Lentamente se va modificando con el paso del vivir y asumimos gradualmente esos cambios porque tienen el sello de nuestro transcurrir por la vida. Pero ¿cómo se sentirá un adulto que decide cambiar su rostro (por ejemplo, mediante la cirugía) por el de alguien cuarenta o cincuenta años más joven?
Quien visita hoy “La Gioconda” de Leonardo da Vinci en el Museo del Louvre se encuentra con el cuadro protegido detrás de un vidrio. A la larga serie de anécdotas que rodean la obra se suma aquella según la cual el cuadro había sido robado en el pasado. En aquella circunstancia se cuenta que el ladrón debió cortar la tela para separarla de su marco. Como consecuencia, al ser recuperada la obra y tener necesidad de re-emmarcarla la obra se redujo en tamaño. Si la historia es real y hoy se quisiera “recomponer” la pintura, ¿quién se animaría a completar lo que falta? En el mismo sentido, tampoco hay acuerdo sobre si conviene o no tratar de restaurar los colores originales que Leonardo aplicó, y que con el paso del tiempo se fueron ennegreciendo y perdiendo brillo (diario Clarín, de Buenos Aires, pág. 36, 31 de agosto de 1998). ¿Se trata de preservar lo que el paso del tiempo fue dejando, de volver a los colores originales que nosotros nunca conocimos, de evitar que la obra se pierda de manera definitiva?
En la capilla Brancacci de la Iglesia Santa María del Carmen, en Florencia, se encuentra una serie de frescos que los pintores Masolino y Masaccio ejecutaron en el siglo XV durante el Renacimiento. El joven Masaccio fue el encargado de pintar las figuras de Adán y Eva en el momento de la expulsión del Paraíso, mientras que su maestro Masolino pintó a la pareja del Edén en el instante previo, el de la tentación. Uno y otro utilizaron el modo de representación más acabado del arte del Renacimiento que comprendía, entre otras cosas, cuerpos perfectos y desnudos, armoniosos, bellos. Masaccio enriqueció su obra con el dramatismo que el momento representado requería por medio de gestos de dolor y desesperación, más un magistral sentido del volumen y la ubicación de los cuerpos en el espacio con el uso del claroscuro. Pero en épocas posteriores, alguien que consideró a las figuras desnudas poco adecuadas para una capilla, hizo agregar a las figuras de Adán y Eva pintadas por Masaccio unas pudorosas hojitas. Hace unos años (en 1984) el fresco de la capilla Brancacci fue restaurado. El visitante desprevenido acerca de la restauración efectuada, queda sorpresivamente cautivado por el brillo de los colores, la nitidez de las formas y las líneas, y decide que se ha realizado un trabajo que valió la pena: la obra revivió con una magia nueva y maravilla por su magnificencia, especialmente cuando descubre que las hojitas que cubrían las atrevidas desnudeces... ya no están! Y entonces puede llegar a sentir que recuperar obras que el tiempo y la historia envejecieron o estropearon no es algo tan censurable después de todo. Sin embargo, es posible que se mezclen la alegría por el descubrimiento de una obra maestra recuperada con la nostalgia por una historia perdida, la de aquella imagen interna que nos permitía reconocerla con las huellas de su propia historia.
Probablemente nunca podamos ponernos de acuerdo sobre si vale la pena restaurar una obra de arte, si es preferible dejarla como está antes de arruinarla completamente, si debe ser salvada a cualquier costo, si es válido volver al aspecto del momento primero, o si simplemente debe ser “limpiada”.
Tal vez debamos arriesgarnos con la esperanza de no perder completamente la memoria de la obra y poder a un tiempo disfrutar su belleza.

[1] Publicado en la revista Aula Abierta, N° 84, 1999.
http://www.deloscuatrovientos.com.ar/libros/ensayos/diaz_maria.html

2 comentarios:

bloom dijo...

el caso es que cuando quitaron la famosa hojita también quitaron lo que estaba abajo, la pintura original, por lo incrustado de los pigmentos de la hoja, y repintaron el pene de Adán. En palabras del restaurador en homenaje al generalmente famoso tamaño del pene toscano.

Greta dijo...

Toda restauración implica tomar decisiones, antes, durante y después. Y respecto del pene repintado, solamente quien haya visto cómo era ANTES que hubiese sido tapado por las hojitas, podrá saber si lo que se repintó es igual o es diferente.
Gracias por tu comentario.

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